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La papelería abandonada de mi tía Bertha

Un tío del que no recuerdo el nombre y que había sido esposo de mi tía Bertha, dejó el maravilloso legado de una papelería abandonada en la calle principal de Culiacán –la Obregón- cuando se le ocurrió morirse sin avisar. Pero no era cualquier papelería. Era una papelería que quedó abandonada por décadas sin que mi tía Bertha hiciera nada con ella ni con su mercancía. Era como el simil del cementerio de los libros olvidados de Carlos Ruiz Zafón pero en versión papelería. Blocks de dibujo importados de Europa y con el sabor del tiempo y los agujeros de la pollila, lápices y carbones de la misma época e infinidad de tesoros que mi tía nos dejaba explorar y escoger para llevarnos con nosotros y regresar a México con misteriosos y originales objetos que nadie –escucha bien- nadie más tenía en la escuela.

Después de eso nos regalaba con un manjar que nunca he podido olvidar: un exquisito jamoncillo hecho en casa con azúcar y leche quemada a fuego lento. Sabía a puritita gloria como imagino que saben los besos de las criaturas angelicales.

Varias décadas después no puedo precisar qué era la causa de esa fascinación por el jamoncillo. ¿Era la experiencia que rodeaba a la degustación o era el propio sabor del dulce? No creo poder descifrarlo nunca y espero no hacerlo porque quizá perdería gran parte de su nostálgico encanto.

Pero con el paso de los años me ha quedado claro que sin querer mi tía Bertha me llevó a vivir mis primeras lecciones de marketing experiencial, una de las más poderosas herramientas que tenemos hoy en día para conquistar y seducir a las personas que queremos que se queden prendadas de nuestras marcas.

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